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El Plan Cohen en bucle

  • Foto del escritor: Paula Lanata Cedeño
    Paula Lanata Cedeño
  • 13 sept
  • 2 Min. de lectura

Corría septiembre de 1937 en Brasil, cuando se hizo público un documento que planificaba la movilización de trabajadores y estudiantes en una huelga general, el incendio de edificios públicos, la promoción de saqueos y destrozos, e incluso la desaparición de autoridades civiles y militares que se opusieran a la “insurrección”. Era un supuesto plan orquestado por la Internacional Comunista para tomar el poder en Brasil, según la cúpula militar del momento.

Ese discurso, por más ficticio y conspirativo que pudiera parecer, germinó en campo fértil. Tenía mucho sentido para la población en medio del convulso escenario de la década de los 30, donde las disputas violentas entre fascistas y comunistas ocupaban los titulares. Incluso en 1935, hubo un intento fallido de los comunistas brasileños por tomarse el poder al orquestar levantamientos en Natal, Recife y Río de Janeiro. Desde entonces, Brasil vivió sucesivos estados de sitio que finalmente instauraron el estado de guerra, un mecanismo que otorgó poderes extraordinarios al jefe de Estado.

 

El Plan Cohen supuestamente había sido incautado por las Fuerzas Armadas. Aunque era un documento falso, fue ampliamente difundido, ya que legitimaba las pretensiones autoritarias del momento. Las motivaciones detrás de esta farsa fueron confirmadas años después. A mediados de 1945, durante la crisis política del gobierno de Getúlio Vargas, el general Góes Monteiro reveló el engaño. Según él, la selección del nombre fue una broma de los militares para hacer referencia al líder comunista Béla Kun, quien gobernó Hungría en 1919 y cuyo apellido sonaba “comunista” y “extranjero”.

 

Si se buscaba radicalizar el discurso anticomunista del gobierno para ampliar sus mecanismos de represión y control, el documento era una herramienta útil. Por mucho tiempo, su autenticidad ni siquiera fue cuestionada. Es así como la historia nos recuerda que las noticias falsas han sido utilizadas como herramientas de manipulación política, promoción de intereses particulares y como estrategia para generar discordia. Si la entrega de información que nos brindan los medios es lo que nos permite formar una opinión sobre nuestro contexto, las noticias falsas erosionan esa posibilidad generando en el mejor de los casos desinformación. O en casos donde convergen el caos y el odio, la justificación de genocidios como el que vivió Ruanda en 1994.

 

Hace algunos años ya entramos a un bucle en el que cualquier persona, sin importar su formación o antecedentes, puede ser considerada periodista, analista o experto. Del mismo modo, cualquier cuenta propagandística de X puede presentarse como medio de comunicación. Resulta evidente que el código deontológico está lejos de llegar al negocio de la pauta. Las voces más alarmistas dicen que hemos llegado al extremo, aunque este al parecer tiene la capacidad de extenderse hasta el infinito. Pese a no ser el panorama más esperanzador, solo nos queda adaptarnos a los formatos de fact-checking, con lo incómodo que resulta ver a una autoridad siendo desmentida. Si en 1937 las noticias falsas tuvieron la capacidad de instaurar sus relatos, hoy el campo es aún más fértil.


 
 
 

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